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miércoles, 3 de junio de 2020

Dichosa la vida,

Un mundo inmensurable,
colosal, desmedido
e ingente
se cierne ante mí.
Si nadie me lo dice,
pienso que acaba de
nacer
en el preciso momento
en el preciso instante
en el que mis ojos
se han abierto.

¿Cómo algo tan bonito puede haber durado tanto?

No camino porque
no quiero tropezar
sobre lo que parece un terreno
copaz de romperse
en mil pedazos que luego,
yo no sepa volver a juntar.

Una suave brisa acaricia mi piel
y baila con los mechones de mi
ajetreado pelo.

Qué digo, qué hago
compartiendo algo tan íntimo.

Quiero paz. Busco la paz porque he conocido la guerra y no me gusta. Muchas dirán que una guerra no lo es si no hay fuego, si no hay balas, si no hay sangre derramada en el campo de batalla. Pero es que muchas no saben que la peor sangre es la que emana sin ser vista, la que no deja que cortes la hemorragia porque no admite plaquetas, no admite presión y mucho menos fibrinógeno. ¿Acaso no es una explosión el dolor que no te deja respirar? ¿acaso no me lleno yo de minas y alambre de espino cada vez que un manto negro se cierne sobre mi? ¿y realmente no son más desgarradores los gritos sordos de un cuerpo matándose a sí mismo por dentro, que los causados por daño ajeno? Lo son. Desde luego que lo son.

Escuché una frase que quedó grabada en mi memoria: "lo peor de ser un enfermo mental, es que la sociedad pretende que actúes como si no lo fueras".

Quiero hablaros de mis balas. Quiero hablaros de mi fuego. Me gustaría hablaros de mi guerra, de cómo puede ocurrir tanto en tan poco tiempo y en tan poco espacio. Pero no lo haré. Hoy no.

Quiero paz y, aún así, se que nunca la tendré.

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