Llevo dos años escalando la montaña más mutable que existe. He tenido que buscar, y encontrar (que no es fácil), agarres donde no los había, puntos de apoyo que sólo resbalaban, y posturas cómodas que me dejasen descansar. Una montaña que si me descuido, cambia por completo y tengo que volver a hacer inspección del terreno. Ha habido veces que incluso aparecían salientes lo suficientemente grandes como para poder dormir tranquila. O incluso correr. Otras que bajo mis pies sólo había fuego o cualquier amenaza que asegurase el no volver.
Pero nunca me había encontrado en esta situación. Nunca había estado agarrada sólo de un brazo con los pies al aire y a 7.000 KM del suelo. Y aún estando sólo sujeta por tres dedos, aún sabiendo que nadie va a estar ahí arriba para agarrarme y ayudarme a llegar. Aún sabiendo que en cualquier momento puede cambiar y puede aparecer una tormenta de la que no me libre de un rayo, o una brisa helada que impida que mis músculos funcionen. Aún sabiendo todas esas cosas, y más, estoy tranquila. Mi respiración es continua y puedo ver con claridad.
Adelante, pues, a esa cascada de piedras en dirección hacia mi, ese laúd de nieve inquebrantable o esa lluvia de gritos ensordecedores. El cielo está repleto de nubes, es cierto, y no hay ni un rayo de sol. Pero es que nadie sabe que a mi el sol me ciega y me atrasa. Me bloquea. Nadie sabe que los días que salgo con una sonrisa de oreja a oreja son los días fríos. Esos días en los que respiras hondo y puedes notar la humedad en tus pulmones. Ese olor a tierra mojada y a accidentes por carretera resbaladiza. Esas nubes negras que rugen amenazantes sobre tu cabeza. Pero es que ese negro es igual al de mis pupilas. Y esa lluvia es igual a mi sangre.
No veo la cima y el vértigo está llenando mis entrañas. Cómo disfruto con esto, joder.
(La felicidad es sinónimo de aburrimiento)