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jueves, 9 de enero de 2014

Las calles mojadas te han visto crecer.

Nota cómo sus puntas resisten cada giro, cómo eleva el pie derecho hasta estirarlo completamente y permitir que el dedo gordo soporte todo el peso. Cómo su rodilla izquierda se flexiona y estira cada vez más rápido, dando una velocidad a los giros casi elegante. Cierra los ojos para olvidar a los cientos de personas que están mirando hacia el escenario. Un escenario negro como las panteras -parece que ha estado esperándola- donde se encuentra ella. A los lados, un telón de terciopelo rojo está recogido por cuerdas color mostaza. En el techo los focos iluminan tenuemente, para que uno más grande ilumine a la bailarina, persiguiéndola por todo el escenario.
 Cierra los ojos y se centra en su respiración. En el roce de sus zapatillas contra el suelo, de sus brazos acompañando el aire. La música la atrapa, la escucha tan fuerte que le da la sensación de que va a borrar todos sus recuerdos. Va a barrer todo lo que tiene rondando en la cabeza. La va a ayudar a olvidar.

 Olvidar cómo ella, con sus diez años de edad, se encontró perdida por las calles de la ciudad. Llovía y no lo notaba, estaba empapada pero no le importaba. Quería buscar algo que la ayudara a dar fuerzas a su hermana de tres años, desnutrida y enferma. Cuando por fin, a las puertas de una farmacia encontró una bolsa llena de medicamentos caducados, pero no inútiles, corrió a su hogar con ojos triunfantes, alzando su trofeo en alto, para que todos vieran que sin ayuda había conseguido algo que valiera la pena.
 Su hogar, donde vivía, era pequeño, pero acogedor. Tenían varios vecinos que al fin y al cabo eran su familia. Llevaban en él poco tiempo, pues su familia de acogida las trataba tan mal que se hacía mejor vivir en la calle. Tres sofás mohosos colocados de manera cuadrada delimitaban el espacio de su casa. En las esquinas, cuatro palos sujetaban un plástico a modo de techo y pared, aunque en verano estar ahí dentro se hacía insoportable.
 Al llegar con la medicina, se dio cuenta que la espera había sido larga, y al ver cómo su hermana, todo hueso y poco músculo, estaba en brazos del vecino, con gotas saladas recorriendo su carita debido al lamento de este, intuyó lo peor. No quiso tocarla, le bastó ver sus enormes ojos abiertos, vacíos de vida, para ver que eso ya no era su hermana.

  Salto, salto, plié, rondellam, pa de buré.

 Estúpida ciudad de Madrid. Dos años tras la muerte de su hermana seguía sin techo y sin cuatro paredes en condiciones. Estúpida y sucia ciudad de Madrid. Era diciembre y se acercaba la peor época del año, donde niños de ojos brillantes no escondían su sonrisa, sorprendidos por las luces de Navidad agarrados de la mano de sus padres.
 A ella también le había gustado la Navidad, incluso había llegado a pensar que el 25 de diciembre, o quizá el 6 de enero, se despertaría con regalos a su alrededor. Ni un año esos magníficos y generosos magos le habían regalado nada. Sólo traían frío y poca comida. Estúpida ciudad y estúpida Navidad.

  Sus brazos se mueven como olas del mar. Con una fluidez que deja boquiabierto a más de uno entre el público.

 El día que los agentes sociales volvieron a recogerla, no pudo resistirse lo más mínimo. Llevaba dos días sin comer y había empezado a nevar. Esa noche pudo sentarse en una mesa y comer con cubiertos. No sabía lo que tenía en el plato, era una especie de potingue marrón, pero le sabía a gloria. A los pocos días le llevaron a una casa de acogida donde, en un principio, se sentía de maravilla. Fue a la semana, al encontrarse con las manos del hombre que la cuidaba recorriendo su cuerpo, cuando salió corriendo para vivir otra vez en la calle.

  Los piqués seguidos le salen sin problemas, y esta vez el tutú no se ha descolocado. Parece un sueño. Ni un fallo, ni un tropiezo. La música suena en su cabeza cada vez más alta. Aprieta los ojos, dejando que una lágrima recorra su mejilla. Se esfuerza por dejar que la música la acoja por completo, la ayude, realmente, a olvidar.

 Mientras bailaba en el último piso de un edificio abandonado imaginaba una vida normal. Una vida donde pudiera ir a la escuela y agobiarse por cada examen. Quería ser una niña de verdad, no de mentira como lo era ella. De mentira porque había vivido más que ninguna de las de ahí abajo, que, sumidas en sus burbujas de niñas ricas, se regodeaban de sus bolsos nuevos. Golpe a golpe había ido creciendo, poco a poco, hasta llegar a ser adulta con tan solo trece años de edad. Pero no quería serlo, la niña se aferraba fuertemente a su infantilidad. Ella bailaba y se inventaba el ritmo en su cabeza, a falta de radiocasete. Recordaba, paso a paso, cada consejo que su madre le proporcionó de baile. En ocasiones decía, y repetía, que cualquier baile llevado desde el corazón valía oro. Siempre que trasmitas lo que tienes ahí dentro, le decía, podrás conmover a cualquier persona. Siempre, siempre que se lo muestres, pues ahí dentro escondes mi mayor tesoro, y tu mayor arma. Entonces cerraba los ojos -cuando para ella cerrar los ojos no era literal, sino olvidarse de lo real, adentrarse en su interior- y transformaba las paredes que tenía a su alrededor, llenas de graffitis y a medio caer, en un aula con pizarra, o en una habitación con mesa y silla. Y a veces, sólo a veces, reconocía la necesidad de una verdadera familia, con la que disfrutar de un enorme árbol de Navidad inventado, junto a una chimenea inventada y miles de regalos inventados. 'Abría' los ojos, frenaba, y volvía a empezar las diagonales de piruetas, exigiéndose que dejase de soñar y se centrase en su realidad. Pero no podía, al fin y al cabo, tenía trece años y necesitaba soñar.
 Tras la sexta pirueta con los brazos en quinta, se encontró de bruces frente a una cara familiar.
  Giro en pasé.

 Era su padre, que la miraba con ojos enternecedores, viendo cómo su niña bailaba.

  Giro.

 De su mano, con lágrimas en los ojos por la misma razón, su madre la sonreía.

  Doble giro.

 Y entre sus piernas jugueteaba su hermana, de tres años todavía, soñando con poder bailar como su hermana mayor.
 Era ella la que lloraba. No podía reprimir ese nudo en la garganta y ese mar de lágrimas que brotaban de sus ojos. Lloraba tanto que de le escapó un sollozo. Rápido, de tapó la boca y salió corriendo, procurando no pisar las jeringuillas que algún grupo de jóvenes, o de adultos, habían dejado en el suelo. Corrió escaleras abajo y cuando salió a la calle siguió corriendo calle arriba, empujando sin querer a las niñas normales con sus bolsos normales. Las lágrimas le impedían ver con claridad. Corrió y corrió hasta perderse por la estúpida ciudad de Madrid. Calló rendida, todavía llorando, encogiendo se en sí misma y abrazando sus piernas. Lo que había visto no era verdad, ella estaba sola y nadie, nadie, la había acompañado jamás. Ni su padre, ni su madre, ni su hermana existían. No eran ellos. Estaba sola. Sola. Y sola. 

  Un golpe fuerte en la música advierte la llegada del final de la canción. Abre los ojos, a su manera, cristalinos todavía, mientras la música se desvanece y ella cesa el movimiento hasta acabar su coreografía.
 Con la respiración acelerada levanta la cabeza y descubre a todo un público en pie, aplaudiendo, algunos con lágrimas en los ojos, reconociendo su trabajo, transmitiendo a la bailarina de 19 años una sincera gratitud que ella, en silencio, transmite a su madre.

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