Antes de opinar recuerda que tú has venido hasta aqui y que yo no te he invitado.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Bésame.


1942. 20 de septiembre. Un joven de 20 años camina cansado por un sendero. Parece perdido, cojea, camina sin rumbo. Prefiere no mirar atrás. Se esfuerza por no hacerlo. Si gira la cabeza, sus ojos verán lo que más teme, una joven con ojos cálidos y entonces, no podrá seguir. Mejor caminar hacia delante, sin mirar atrás.

   Una gota resbala por su mejilla y se cuela por la comisura de sus labios. Alberto no se había dado cuenta de que lloraba. Intentaba no pensar en nada, mantener sus pensamientos alejados de todo aquello, dejar su mente en blanco, y no recordar el motivo de sus lágrimas. Pero en el momento que esa lágrima ha tocado sus labios, ha podido saborear el dolor que siente. En el momento que esa lágrima ha tocado sus labios, se ha acordado de todo. Todo el esfuerzo que tenía concentrado en envolver, con una capa negra sus recuerdos, ha sido en vano.

   Ahora ya no puede pensar en nada más. No puede más. Sus rodillas tiemblan, se cae. Pero sigue pensando en todo lo sucedido. Recuerda y llora.

   Se acuerda del momento en que la miró a los ojos, fueron dos segundos, dos intensos segundos. En ese momento, estalló algo inexplicable en su interior, algo que no cambiaría por nada en el mundo. Algo en lo que ahora piensa. Alberto sonríe, sonríe al pensar en ello, sonríe al pensar en su historia, la historia de ambos. La historia de Mercedes y Alberto.

   1940. Alberto era un joven de 18 años, cuando decidió formar parte de la guerrilla, ser un guerrillero. Hace dos años, Alberto pasó a ser un camarada de la república.

   Cuando era más joven, su tío vivía en casa con su familia. Había días que llegaba corriendo y se escondía en su habitación. Otros días, ni siquiera llegaba. En aquella época, por la calle solo se oían gritos y sollozos, si no, silencio. Cada vez que daban la alarma, bajaban corriendo a esconderse al sótano del edificio. Armando, el tío de Alberto, pocas veces bajaba. Estaba harto de tener que subir y bajar todo el rato. Harto.

   En el sótano se reunían las tres ancianitas del segundo B, siempre con comida de sobra, por si acaso entraba el apetito. Cocinaban ellas. Cuando empezó la guerra bajaban un par de platos cada una, pero cada vez que se iba poniendo peor, empezaban a bajar solo un plato para las tres. Al final, ni bajaban comida. También bajaban los Fernández, una familia que vivía en el tercer piso. Felipe, el padre, era comunista, se llevaba muy bien con Armando. Él tampoco bajaba mucho al sótano, pero un día, ya casi acabada la guerra, la policía irrumpió en su casa y le arrestaron. Suerte que su esposa y sus tres hijos no estaban en casa. Cuando volvieron, Armando se quedó al cargo de ellos. Felipe lo habría querido, dijo. En el cuarto piso vivía la familia de Alberto.

     En esos días de guerra, poco podía hacer Alberto. Ayudaba en la tienda de pasteles de su madre, Jacinta, pero al poco tiempo se la cerraron, así que se pasaba el día en casa. Se conocía todos los escondites de aquel viejo piso. Un día, encontró unos papeles tricolores bajo la madera del suelo de armando. Armando se enfadó. Se enfadó muchísimo. Al mes, le explicó a su sobrino qué era y por qué lo tenía. Desde entonces Alberto se interesó por el tema y siempre quiso ayudar. Pero era tan joven que no se metió en la guerrilla. Fue el 1 de abril de 1939 cuando se anunció el fin de la guerra y Franco, el caudillo, salió victorioso. Fue el 1 de abril de 1939 cuando Armando hizo las maletas y se fue. En ese momento Alberto supo que no podía seguirle.

   Su padre había muerto antes de empezar la guerra. Murió contento.  Él era republicano, al igual que su hermano. Murió en 1933, en plena república. Murió contento pensando que su familia quedaba a salvo en la ciudad de Madrid. Fue entonces cuando Armando se mudó con la familia de su hermano. Ahora le tocaba a Alberto cuidar de Jacinta y violeta, su hermana de seis años.

   1940. Armando volvió a su antigua casa, más vieja aun, con Alberto. Me quedaré solo tres días, dijo. Se quedó dos. Pero durante su visita alguien fue a visitarle, una amiga, una camarada.

   - ¿Qué haces aquí?, es peligroso.- eso fue lo que dijo Armando al verla.

   - No vendría si no fuese importante. Necesitamos ayuda, Armando. Alguien de confianza. Sé que conoces a más gente. Lo necesitamos.

   - Mercedes, ahora tienes que marcharte. Hablamos mañana.

   Alberto lo escuchó todo, palabra por palabra. Ellos estaban en el recibidor, y al salir, Mercedes abrió la puerta para irse y giró la cabeza.

   En ese momento sus miradas se cruzaron.

   En ese momento Alberto supo que la iba a querer para siempre.

   En ese momento Alberto supo que él, era el camarada que buscaban.

   Solo quería volver a ver esa mirada, cálida e intensa. Esos ojos marrón oscuro, grandes como la luna y hermosos como un atardecer en Cádiz.

   Fue en el momento en que Mercedes cerró la puerta tras de sí cuando Alberto volvió a la realidad, pero decidido a alistarse en la guerrilla. Dejó a su madre y a su hermanita, pero no era consciente de lo que hacía, solo quería volver a sentir esa intensa sensación en su interior. Ese pum-pum de su corazón. Ese ardor en el pecho.

  Al día siguiente Armando y Alberto caminaban hacia la estación de Callao a coger un metro a Príncipe-Pio, luego cogerían un tren a la sierra.

   Ya en las montañas, escondidos junto a más camaradas, se encontraron con Mercedes.

  Mercedes era una joven de 19 años. Llevaba en la guerrilla desde muy niña. Era una chica delgada, a simple vista frágil como el cristal, con unos cabellos brillantes como el sol, recogidos en una coleta alta. Caminaba recta y con paso firme, y movimientos decididos. Era una chica fuerte. Una buena camarada.

   Alberto no tenía habla, no sabía que decir, solo sabía que quería estar cerca de ella. Armando se debió percatar de lo mucho que la miraba, porque enseguida les presento. Dos besos. Dos besos fueron suficiente para que Mercedes sintiera lo mismo. Se ruborizó y sonrió. La piel de la muchacha era suave, tan suave que a Alberto le dio miedo lastimarla con su barba de tres días.

   El ‘’chaqueta negra’’ estaba allí. No le habían arrestado. Por eso la gente estaba contenta. Alberto tenía entendido que era un buen camarada, uno de los mejores. No tuvo la ocasión de hablar con él, pero le habría encantado. Esa noche, por algún motivo, posiblemente por la llegada del ‘’chaqueta negra’’, cenaron todos juntos para celebrarlo. Al acabar la cena algunos se quedaron hablando, otros, como Mercedes, fueron hacia sus tiendas. Alberto no paró de mirarla en toda la noche, y en cuanto ella se levantó, noto un vacío en su interior, quería calmarlo a toda costa, así que, impulsado por su ansia de estar con ella, también se levantó.

  Mercedes había estado ausente mentalmente en toda la cena, pensaba en Alberto. En la extraña sensación que sentía al mirarle. En lo nerviosa que se ponía.

   En el momento en que se levantó, deseo regresar y sentarse junto al joven, pero no lo hizo. Entonces vio como él  fue hacia ella.

 - Perdona, te has dejado esto en el banco.- dijo Alberto, con una chaqueta en la mano.

 - Si, gracias.

 - No hay de que.- sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.

   Estuvieron días hablando, cortados, pero hablando. De momento estaban a gusto. Pero después de una semana les dijeron que a la mañana siguiente Mercedes se tendría que separar, ya no estaban seguros. Y Mercedes era una guerrillera importante, sería mejor trasladarla a Francia.

   Esa noche ninguno durmió. Alberto no podía aguantar más. Se levantó y fue hacia la cabaña de mercedes. No estaba. No puede ser, pensó. Se había ido sin despedirse. Su dolor cesó al verla en el rio cogiendo agua.

  - Mercedes, ¿qué haces despierta?

  - No puedo dormir. No quiero irme.

  - Prométeme que lo harás. Prométeme que llegarás a Francia y estarás a salvo.

  - ¿De verdad quieres que me valla?

  - No, pero quiero que estés a salvo.

   Silencio. Se quedaron mirándose a los ojos. En ese momento todas esas palabras encerradas al vacío reventaron al fin. Fue una simple palabra la que lo cambió todo. Fue una simple palabra la que les unió aún más. Y esa palabra la pronunció Mercedes. Bésame, fue lo que dijo. Alberto la obedeció sin dudarlo. Se acercó despacio a su cuerpo, mirándola a los ojos. Se acercó despacio mientras le apartaba el cabello brillante de su rostro. Se acercó despacio, poco a poco, hasta que sus labios se rozaron. En ese momento no pensaban en otra cosa más que en sus labios, en aquel momento, en aquel beso. Todo su cuerpo, todos sus pensamientos, toda esa tensión y euforia de aquella semana intensa, se estaba fundiendo en ese beso. Fue cálido. Cálido como los ojos de Mercedes. Cálido como el pecho de Alberto.

  Se rodeaban con los brazos, no pensaron en la guerra, no pensaron en las muertes, no pensaron en Francia. No pensaron en nada.

   Mercedes se fue esa misma mañana. Mientras que ella, acompañada por dos camaradas, caminaba por los senderos de Galapagar, pensaba en el beso.

   Alberto, a treinta kilómetros de distancia, pensaba en el mismo beso. Se tocaba los labios con la yema de los dedos y todavía podía sentir a Mercedes en ellos, las lágrimas de la joven en sus mejillas. La palabra que tanto tiempo esperó. Bésame. Y la besó.

  Esa tarde ya no aguantaba más. Armando le calmaba, diciéndole que todo iría bien, que Mercedes llegaría a Francia sana y salvo. Pero la angustia no cesaba.

  Aguantó tres meses así. Necesitaba saber algo de Mercedes. Descubrió que había podido cruzar la frontera de Francia andando por los pirineos. Se  enteró de la dirección del piso en el que vivía, y acto seguido se puso a escribir una carta para su amada.

   Mercedes había tenido alguna complicación el llegar a Francia, pero llegó. Se instaló en un pueblo al sur de Francia llamado Toulouse, en una pequeña casita. Para pasar la frontera, tuvo que cambiar de papeles y nombre. Ahora se llamaba Silvia. Los dos compañeros que le acompañaban por Galapagar, seguían con ella.

   A los tres meses y medio de aquel beso tan recordado y ansiado, Silvia recibió una carta. Una carta de Alberto. En ella, Alberto le llamaba Silvia. Ella no sabía cómo, pero Alberto averiguó su nombre y su dirección. En el papel, el joven contaba que las cosas iban mejor, que estaba deseando verla. Decía que no había ni una noche en que no pensase en ella. Decía que la vería pronto, que la vería cuando llegase la tercera república. Decía que cada noche miraba a la estrella más brillante del cielo, y esperaba que ella estuviese haciendo lo mismo, porque en aquel momento, el cielo, esa estrella, era lo único que compartían. Todo estaba escrito de una manera extraña, cifrada, pero Silvia lo entendió perfectamente. Estaba llorando. Lloraba de felicidad, por saber que Alberto estaba vivo. Lloraba por saber que aun la quería, que habían pasado tres meses y medio y aun así pensaba en ella cada día. Cada noche. Ella también le quería.

   A los pocos días de enviar la carta, Alberto y los demás guerrilleros de su escondite, fueron encontrados por un campesino, el cual se lo comunicó a la guardia civil.

   A los pocos días de enviar la carta, Alberto fue arrestado.

   Ahora era él el que lloraba. Armando estaba con él, pero ya no podía comunicarse más con Silvia. La había dejado sola. Sabía que ella le respondería con otra carta cifrada. Lloraba porque sabía que nunca recibiría esa carta. Lloraba porque esa carta se perdería. Daría tumbos por Madrid, sin llegar a su destino. Lloraba porque Silvia pensaría que ya no la quería o que él ya estaba muerto. Lloraba.

   Los días en la cárcel eran muy duros. Trabajaban todos los días y comían una birria. Armando y Alberto se pasaban el día juntos. Hasta que un día llamaron a Armando al juicio y le sentenciaron a muerte. Ya no había esperanzas. Siete disparos. La noche en que murió Armando se oyeron siete disparos.

   Alberto ya no podía más. Quería morir. Quería morir en esa pequeña cárcel de Segovia. Lo único que le mantuvo vivo fue Silvia, fue su beso, su piel, su estrella.

   Silvia respondió con una carta. No recibió otra a cambio. Se pasó un mes sin habla. Preocupada. La alegría llegó cuando le comunicaron que tenía que regresar a España. Ella seguía mirando la estrella más brillante del cielo cada noche, pero ya no la veía tan brillante. Faltaba algo.

  Cuando Silvia llegó a Madrid, buscó por toda la sierra. No encontró nada. Alberto no estaba.

   Ella también fue arrestada. La enviaron a la cárcel de Ventas, en Madrid.

  Allí hizo buenas amigas. Conoció a las que más tarde serían conocidas como ‘las 13 rosas’. Escuchó su canción. Una canción que la animaba a seguir en pie, por que esperaba poder cantarla para Alberto. Esa canción hablaba de la cárcel de Ventas, y algún día se la cantaría. Estaba segura.

    Silvia pensaba en Alberto. Alberto pensaba en Silvia.

  Su sorpresa llegó el 8 de septiembre de 1942, cuando les mandaron a juicio. A los dos. Era el mismo juicio.

   El 8 de septiembre de 1942 sus ojos se volvieron a encontrar. Como el primer día. Sus ojos se volvieron a encontrar como aquel día que Mercedes fue a hablar con Armando. La misma sensación. El mismo revoloteo en su interior. Lloraban. No escucharon el juicio. Solo lloraban. Lloraban y se miraban. Se fundieron en esa cálida mirada. Cálida como los ojos de Silvia. Cálida como el pecho de Alberto. Al salir del juicio pudieron tocarse. Un simple roce. Rozaron sus manos. Alberto volvió a sentir la delicada y suave piel de Silvia. Se llevó la mano a los labios y la beso. Ese beso era para Silvia. Al ver como Alberto besaba su mano, ella también besó la suya.

   Más tarde se enteraron de la sentencia. Les fusilarían el 20 de septiembre de 1942. A los dos la misma noche. A los dos en el mismo lugar. A las mujeres antes, a los hombres después.

   El 20 de septiembre Alberto escuchó los disparos destinados a Mercedes. Todavía brillaba una estrella. La estrella más brillante del cielo. Alberto la miró. Pensó en el primer y único beso que tuvieron. Pensó en la lagrima de Silvia. Pensó en la calidez de sus ojos. Pensó en sus labios. En su palabra. Bésame. Y la besó. Pensó en aquella mirada. Pensó en Mercedes.

   Las mujeres estaban colocadas en una línea, mirando a unos hombres con metralletas en la mano. Lloraban. Silvia contemplaba la estrella en el cielo. Sabía que Alberto la miraba. Ella también pensó en el beso. Pensó en la calidez del pecho del joven. Pensó en la carta que recibió en Francia. Pensó en lo mucho que le quería. Pensó en la intensa sensación que experimentaba al verle. Pensó en la caricia que le hizo antes de besarla. Pensó en Alberto. Y mientras contemplaba la estrella, cantó la canción para Alberto.

‘’Cárcel de Ventas, hotel maravilloso

donde se come y se vive a to confort

donde no hay, ni cama ni reposo

y en los infiernos se está mucho mejor.

hay colas hasta en los retretes

ricó cemento dan por pan

lentejas, único alimento

un plato al día te darán

lujoso baldosín

tenemos por colchón

y al despertar tenemos desecho un riñón.’’

   Cuando llevaron a los hombres para fusilarles, los cuerpos de las mujeres todavía seguían allí, abandonados. Alberto vio a Mercedes y no pudo más. Quiso ir hacia ella. Correr. Cogerla en brazos y cuidarla. Quiso besarla. No pudo, le estaban sujetando. A Alberto ya no le importaba morir. Quería morir. Dispararon.

   Silencio. No se oía nada. Los ojos de Alberto se abrieron. Notaba una presión en su pierna. No le habían herido mortalmente, tan solo le habían alcanzado en la pierna. En unos minutos llegarían para recoger los cuerpos.

   1942. 20 de septiembre. Un joven de 20 años camina por un sendero. Parece perdido, cojea, camina sin rumbo. Prefiere no mirar atrás. Se esfuerza por no hacerlo. Si gira la cabeza, sus ojos verán lo que más teme, una joven con ojos cálidos, y entonces no podrá seguir. Mejor caminar hacia delante, sin mirar atrás.

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