1942. 20
de septiembre. Un joven de 20 años camina cansado por un sendero. Parece
perdido, cojea, camina sin rumbo. Prefiere no mirar atrás. Se esfuerza por no
hacerlo. Si gira la cabeza, sus ojos verán lo que más teme, una joven con ojos cálidos y
entonces, no podrá seguir. Mejor caminar hacia delante, sin mirar atrás.
Una gota resbala por su mejilla y se cuela
por la comisura de sus labios. Alberto no se había dado cuenta de que lloraba.
Intentaba no pensar en nada, mantener sus pensamientos alejados de todo
aquello, dejar su mente en blanco, y no recordar el motivo de sus lágrimas.
Pero en el momento que esa lágrima ha tocado sus labios, ha podido saborear el
dolor que siente. En el momento que esa lágrima ha tocado sus labios, se ha
acordado de todo. Todo el esfuerzo que tenía concentrado en envolver, con una
capa negra sus recuerdos, ha sido en vano.
Ahora ya no puede pensar en nada más. No
puede más. Sus rodillas tiemblan, se cae. Pero sigue pensando en todo lo
sucedido. Recuerda y llora.
Se acuerda del momento en que la miró a los
ojos, fueron dos segundos, dos intensos segundos. En ese momento, estalló algo
inexplicable en su interior, algo que no cambiaría por nada en el mundo. Algo
en lo que ahora piensa. Alberto sonríe, sonríe al pensar en ello, sonríe al
pensar en su historia, la historia de ambos. La historia de Mercedes y Alberto.
1940. Alberto era un joven de 18 años,
cuando decidió formar parte de la guerrilla, ser un guerrillero. Hace dos años,
Alberto pasó a ser un camarada de la república.
Cuando era más joven, su tío vivía en casa
con su familia. Había días que llegaba corriendo y se escondía en su
habitación. Otros días, ni siquiera llegaba. En aquella época, por la calle
solo se oían gritos y sollozos, si no, silencio. Cada vez que daban la alarma,
bajaban corriendo a esconderse al sótano del edificio. Armando, el tío de
Alberto, pocas veces bajaba. Estaba harto de tener que subir y bajar todo el
rato. Harto.
En el sótano se reunían las tres ancianitas
del segundo B, siempre con comida de sobra, por si acaso entraba el apetito.
Cocinaban ellas. Cuando empezó la guerra bajaban un par de platos cada una, pero
cada vez que se iba poniendo peor, empezaban a bajar solo un plato para las tres.
Al final, ni bajaban comida. También bajaban los Fernández, una familia que
vivía en el tercer piso. Felipe, el padre, era comunista, se llevaba muy bien
con Armando. Él tampoco bajaba mucho al sótano, pero un día, ya casi acabada la
guerra, la policía irrumpió en su casa y le arrestaron. Suerte que su esposa y
sus tres hijos no estaban en casa. Cuando volvieron, Armando se quedó al cargo
de ellos. Felipe lo habría querido, dijo. En el cuarto piso vivía la familia de
Alberto.
En
esos días de guerra, poco podía hacer Alberto. Ayudaba en la tienda de pasteles
de su madre, Jacinta, pero al poco tiempo se la cerraron, así que se pasaba el día
en casa. Se conocía todos los escondites de aquel viejo piso. Un día, encontró
unos papeles tricolores bajo la madera del suelo de armando. Armando se enfadó.
Se enfadó muchísimo. Al mes, le explicó a su sobrino qué era y por qué lo tenía.
Desde entonces Alberto se interesó por el tema y siempre quiso ayudar. Pero era
tan joven que no se metió en la guerrilla. Fue el 1 de abril de 1939 cuando se anunció
el fin de la guerra y Franco, el caudillo, salió victorioso. Fue el 1 de abril
de 1939 cuando Armando hizo las maletas y se fue. En ese momento Alberto supo
que no podía seguirle.
Su padre había muerto antes de empezar la
guerra. Murió contento. Él era
republicano, al igual que su hermano. Murió en 1933, en plena república. Murió
contento pensando que su familia quedaba a salvo en la ciudad de Madrid. Fue
entonces cuando Armando se mudó con la familia de su hermano. Ahora le tocaba a
Alberto cuidar de Jacinta y violeta, su hermana de seis años.
1940. Armando volvió a su antigua casa, más
vieja aun, con Alberto. Me quedaré solo tres días, dijo. Se quedó dos. Pero
durante su visita alguien fue a visitarle, una amiga, una camarada.
- ¿Qué haces aquí?, es peligroso.- eso fue
lo que dijo Armando al verla.
- No vendría si no fuese importante.
Necesitamos ayuda, Armando. Alguien de confianza. Sé que conoces a más gente.
Lo necesitamos.
- Mercedes, ahora tienes que marcharte.
Hablamos mañana.
Alberto lo escuchó todo, palabra por
palabra. Ellos estaban en el recibidor, y al salir, Mercedes abrió la puerta
para irse y giró la cabeza.
En ese momento sus miradas se cruzaron.
En ese momento Alberto supo que la iba a
querer para siempre.
En ese momento Alberto supo que él, era el
camarada que buscaban.
Solo quería volver a ver esa mirada, cálida
e intensa. Esos ojos marrón oscuro, grandes como la luna y hermosos como un atardecer
en Cádiz.
Fue en el momento en que Mercedes cerró la
puerta tras de sí cuando Alberto volvió a la realidad, pero decidido a
alistarse en la guerrilla. Dejó a su madre y a su hermanita, pero no era consciente
de lo que hacía, solo quería volver a sentir esa intensa sensación en su
interior. Ese pum-pum de su corazón. Ese ardor en el pecho.
Al día siguiente Armando y Alberto caminaban
hacia la estación de Callao a coger un metro a Príncipe-Pio, luego cogerían un
tren a la sierra.
Ya en las montañas, escondidos junto a más
camaradas, se encontraron con Mercedes.
Mercedes era una joven de 19 años. Llevaba en
la guerrilla desde muy niña. Era una chica delgada, a simple vista frágil como
el cristal, con unos cabellos brillantes como el sol, recogidos en una coleta
alta. Caminaba recta y con paso firme, y movimientos decididos. Era una chica
fuerte. Una buena camarada.
Alberto no tenía habla, no sabía que decir,
solo sabía que quería estar cerca de ella. Armando se debió percatar de lo
mucho que la miraba, porque enseguida les presento. Dos besos. Dos besos fueron
suficiente para que Mercedes sintiera lo mismo. Se ruborizó y sonrió. La piel
de la muchacha era suave, tan suave que a Alberto le dio miedo lastimarla con
su barba de tres días.
El ‘’chaqueta negra’’ estaba allí. No le
habían arrestado. Por eso la gente estaba contenta. Alberto tenía entendido que
era un buen camarada, uno de los mejores. No tuvo la ocasión de hablar con él,
pero le habría encantado. Esa noche, por algún motivo, posiblemente por la
llegada del ‘’chaqueta negra’’, cenaron todos juntos para celebrarlo. Al acabar
la cena algunos se quedaron hablando, otros, como Mercedes, fueron hacia sus
tiendas. Alberto no paró de mirarla en toda la noche, y en cuanto ella se levantó,
noto un vacío en su interior, quería calmarlo a toda costa, así que, impulsado
por su ansia de estar con ella, también se levantó.
Mercedes había estado ausente mentalmente en
toda la cena, pensaba en Alberto. En la extraña sensación que sentía al mirarle.
En lo nerviosa que se ponía.
En el momento en que se levantó, deseo
regresar y sentarse junto al joven, pero no lo hizo. Entonces vio como él fue hacia ella.
- Perdona, te has dejado esto en el banco.-
dijo Alberto, con una chaqueta en la mano.
- Si, gracias.
- No hay de que.- sonrió. Ella le devolvió la
sonrisa.
Estuvieron días hablando, cortados, pero
hablando. De momento estaban a gusto. Pero después de una semana les dijeron
que a la mañana siguiente Mercedes se tendría que separar, ya no estaban
seguros. Y Mercedes era una guerrillera importante, sería mejor trasladarla a
Francia.
Esa noche ninguno durmió. Alberto no podía
aguantar más. Se levantó y fue hacia la cabaña de mercedes. No estaba. No puede
ser, pensó. Se había ido sin despedirse. Su dolor cesó al verla en el rio
cogiendo agua.
- Mercedes,
¿qué haces despierta?
- No puedo dormir. No quiero irme.
- Prométeme que lo harás. Prométeme que llegarás
a Francia y estarás a salvo.
- ¿De verdad quieres que me valla?
- No, pero quiero que estés a salvo.
Silencio. Se quedaron mirándose a los ojos.
En ese momento todas esas palabras encerradas al vacío reventaron al fin. Fue
una simple palabra la que lo cambió todo. Fue una simple palabra la que les
unió aún más. Y esa palabra la pronunció Mercedes. Bésame, fue lo que dijo.
Alberto la obedeció sin dudarlo. Se acercó despacio a su cuerpo, mirándola a
los ojos. Se acercó despacio mientras le apartaba el cabello brillante de su
rostro. Se acercó despacio, poco a poco, hasta que sus labios se rozaron. En
ese momento no pensaban en otra cosa más que en sus labios, en aquel momento,
en aquel beso. Todo su cuerpo, todos sus pensamientos, toda esa tensión y
euforia de aquella semana intensa, se estaba fundiendo en ese beso. Fue cálido.
Cálido como los ojos de Mercedes. Cálido como el pecho de Alberto.
Se rodeaban con los brazos, no pensaron en la
guerra, no pensaron en las muertes, no pensaron en Francia. No pensaron en
nada.
Mercedes se fue esa misma mañana. Mientras
que ella, acompañada por dos camaradas, caminaba por los senderos de Galapagar,
pensaba en el beso.
Alberto, a treinta kilómetros de distancia,
pensaba en el mismo beso. Se tocaba los labios con la yema de los dedos y
todavía podía sentir a Mercedes en ellos, las lágrimas de la joven en sus
mejillas. La palabra que tanto tiempo esperó. Bésame. Y la besó.
Esa tarde ya no aguantaba más. Armando le
calmaba, diciéndole que todo iría bien, que Mercedes llegaría a Francia sana y salvo.
Pero la angustia no cesaba.
Aguantó tres meses así. Necesitaba saber algo
de Mercedes. Descubrió que había podido cruzar la frontera de Francia andando
por los pirineos. Se enteró de la
dirección del piso en el que vivía, y acto seguido se puso a escribir una carta
para su amada.
Mercedes había tenido alguna complicación el
llegar a Francia, pero llegó. Se instaló en un pueblo al sur de Francia llamado
Toulouse, en una pequeña casita. Para pasar la frontera, tuvo que cambiar de
papeles y nombre. Ahora se llamaba Silvia. Los dos compañeros que le acompañaban
por Galapagar, seguían con ella.
A los tres meses y medio de aquel beso tan
recordado y ansiado, Silvia recibió una carta. Una carta de Alberto. En ella, Alberto
le llamaba Silvia. Ella no sabía cómo, pero Alberto averiguó su nombre y su
dirección. En el papel, el joven contaba que las cosas iban mejor, que estaba deseando
verla. Decía que no había ni una noche en que no pensase en ella. Decía que la vería
pronto, que la vería cuando llegase la tercera república. Decía que cada noche
miraba a la estrella más brillante del cielo, y esperaba que ella estuviese
haciendo lo mismo, porque en aquel momento, el cielo, esa estrella, era lo
único que compartían. Todo estaba escrito de una manera extraña, cifrada, pero
Silvia lo entendió perfectamente. Estaba llorando. Lloraba de felicidad, por
saber que Alberto estaba vivo. Lloraba por saber que aun la quería, que habían
pasado tres meses y medio y aun así pensaba en ella cada día. Cada noche. Ella
también le quería.
A los pocos días de enviar la carta, Alberto
y los demás guerrilleros de su escondite, fueron encontrados por un campesino,
el cual se lo comunicó a la guardia civil.
A los pocos días de enviar la carta, Alberto
fue arrestado.
Ahora era él el que lloraba. Armando estaba
con él, pero ya no podía comunicarse más con Silvia. La había dejado sola. Sabía
que ella le respondería con otra carta cifrada. Lloraba porque sabía que nunca
recibiría esa carta. Lloraba porque esa carta se perdería. Daría tumbos por
Madrid, sin llegar a su destino. Lloraba porque Silvia pensaría que ya no la
quería o que él ya estaba muerto. Lloraba.
Los días en la cárcel eran muy duros.
Trabajaban todos los días y comían una birria. Armando y Alberto se pasaban el día
juntos. Hasta que un día llamaron a Armando al juicio y le sentenciaron a
muerte. Ya no había esperanzas. Siete disparos. La noche en que murió Armando
se oyeron siete disparos.
Alberto ya no podía más. Quería morir. Quería
morir en esa pequeña cárcel de Segovia. Lo único que le mantuvo vivo fue Silvia,
fue su beso, su piel, su estrella.
Silvia respondió con una carta. No recibió
otra a cambio. Se pasó un mes sin habla. Preocupada. La alegría llegó cuando le
comunicaron que tenía que regresar a España. Ella seguía mirando la estrella más
brillante del cielo cada noche, pero ya no la veía tan brillante. Faltaba algo.
Cuando Silvia llegó a Madrid, buscó por toda
la sierra. No encontró nada. Alberto no estaba.
Ella también fue arrestada. La enviaron a la
cárcel de Ventas, en Madrid.
Allí hizo buenas amigas. Conoció a las que
más tarde serían conocidas como ‘las 13 rosas’. Escuchó su canción. Una canción
que la animaba a seguir en pie, por que esperaba poder cantarla para Alberto.
Esa canción hablaba de la cárcel de Ventas, y algún día se la cantaría. Estaba
segura.
Silvia pensaba en Alberto. Alberto pensaba en
Silvia.
Su sorpresa llegó el 8 de septiembre de 1942,
cuando les mandaron a juicio. A los dos. Era el mismo juicio.
El 8 de septiembre de 1942 sus ojos se
volvieron a encontrar. Como el primer día. Sus ojos se volvieron a encontrar
como aquel día que Mercedes fue a hablar con Armando. La misma sensación. El
mismo revoloteo en su interior. Lloraban. No escucharon el juicio. Solo
lloraban. Lloraban y se miraban. Se fundieron en esa cálida mirada. Cálida como
los ojos de Silvia. Cálida como el pecho de Alberto. Al salir del juicio
pudieron tocarse. Un simple roce. Rozaron sus manos. Alberto volvió a sentir la
delicada y suave piel de Silvia. Se llevó la mano a los labios y la beso. Ese
beso era para Silvia. Al ver como Alberto besaba su mano, ella también besó la
suya.
Más tarde se enteraron de la sentencia. Les
fusilarían el 20 de septiembre de 1942. A los dos la misma noche. A los dos en
el mismo lugar. A las mujeres antes, a los hombres después.
El 20 de septiembre Alberto escuchó los
disparos destinados a Mercedes. Todavía brillaba una estrella. La estrella más
brillante del cielo. Alberto la miró. Pensó en el primer y único beso que
tuvieron. Pensó en la lagrima de Silvia. Pensó en la calidez de sus ojos. Pensó
en sus labios. En su palabra. Bésame. Y la besó. Pensó en aquella mirada. Pensó
en Mercedes.
Las mujeres estaban colocadas en una línea,
mirando a unos hombres con metralletas en la mano. Lloraban. Silvia contemplaba
la estrella en el cielo. Sabía que Alberto la miraba. Ella también pensó en el
beso. Pensó en la calidez del pecho del joven. Pensó en la carta que recibió en
Francia. Pensó en lo mucho que le quería. Pensó en la intensa sensación que
experimentaba al verle. Pensó en la caricia que le hizo antes de besarla. Pensó
en Alberto. Y mientras contemplaba la estrella, cantó la canción para Alberto.
‘’Cárcel
de Ventas, hotel maravilloso
donde se
come y se vive a to confort
donde no
hay, ni cama ni reposo
y en los
infiernos se está mucho mejor.
hay colas
hasta en los retretes
ricó
cemento dan por pan
lentejas,
único alimento
un plato
al día te darán
lujoso
baldosín
tenemos
por colchón
y al
despertar tenemos desecho un riñón.’’
Cuando llevaron a los hombres para
fusilarles, los cuerpos de las mujeres todavía seguían allí, abandonados.
Alberto vio a Mercedes y no pudo más. Quiso ir hacia ella. Correr. Cogerla en
brazos y cuidarla. Quiso besarla. No pudo, le estaban sujetando. A Alberto ya
no le importaba morir. Quería morir. Dispararon.
Silencio. No se oía nada. Los ojos de
Alberto se abrieron. Notaba una presión en su pierna. No le habían herido
mortalmente, tan solo le habían alcanzado en la pierna. En unos minutos
llegarían para recoger los cuerpos.
1942. 20 de septiembre. Un joven de 20 años
camina por un sendero. Parece perdido, cojea, camina sin rumbo. Prefiere no
mirar atrás. Se esfuerza por no hacerlo. Si gira la cabeza, sus ojos verán lo que más teme,
una joven con ojos cálidos, y entonces no podrá seguir. Mejor caminar hacia
delante, sin mirar atrás.
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