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sábado, 24 de noviembre de 2012

Lágrimas.



 Quiero gritar. Gritar. Gritar. Aprieto la mandíbula. No soy como ellos. Respiro hondo. No soy como ellos. Gritar. Ahora aprieto los puños. No soy como ellos. Inspira. Espira. Ya está.
Llevo bastante tiempo sintiendo estos arrebatos de furia. A veces quiero dejarlo. Dejarlo todo y gritar. Gritar y pegarle. Sentir mi puño en su boca. Oh sí, eso sí que me gustaría. Pero entonces sería como ellos. Y eso no tiene sentido. Enfurecerse con alguien y hacer las mismas cosas que tanto aborreces. Eso es de tontos, digo yo.
Al final me calmo. Pero eso ya no me basta. Ya no me conformo pensando que al día siguiente encontraré a alguien que me entienda, porque sé que eso es mentira. Mentira y solo mentira. Una pequeña mentira que se hace uno mismo para sentirse mejor, pero al final acaba doliendo. Y duele mucho. Ya no me conformo con callar, sonreír, asentir y dar las gracias. Eso ya se ha acabado.
Estoy sentado en la acera. Reflexionando, como todos los días después de ser denegado para un puesto de trabajo. En breve veré a la persona que ocupará el lugar que me habría encantado ocupar: camarero. Esta persona normalmente tiene menos experiencia que yo, ya que he servido muchos platos y copas a lo largo de mi vida. Probablemente no ejercerá el cargo con el mismo entusiasmo que yo, ni atenderá a los clientes con la misma amabilidad. Pero, como no, siempre es diferente a mí: piel clara.
Siempre acierto, ahí está. Mi contrincante, por así decirlo, es rubio, ojos verdes y piel clara. A este sí que le vendría bien un poco de sol.
Sí. Por lo único que no me aceptan en un restaurante es por mi piel. Negra. Negra es mi piel y negro es mi pelo. Como negro es el carbón y negro es el cielo estrellado.
He tenido que soportar muchas burlas, gritos, dedos apuntándome y algún que otro puñetazo. Y sigo sin entender, que porque haya nacido así, tenga que pasarme esto a mí.
A veces deseo no haber nacido así, no haber salido de aquella mujer tan humilde y cariñosa, rodeada de otras tres, en aquella casita tan frágil. En ese instante me odio mucho. Me odio y me doy asco por querer no haber nacido. Y todo por culpa de los demás. De su forma de tratarme. De su forma de olvidarme. En ese momento dejo de pensar. En ese momento empiezo a llorar. Porque aparte de arrebatos de furia, también los tengo de pena y tristeza. Pena por todas esas personas a las que tanto asco doy. Tristeza por no poder cumplir mi sueño. Mi sueño y el de mi madre, aquella mujer que tan solo conocí los primeros años de mi vida.
Ayudar. Ayudar y salvar vidas. Si, médico. Poder salvar la vida de personas. Negras, blancas y azules si hace falta. Siempre pensábamos en ello como un sueño inalcanzable, porque para ello sabíamos que teníamos que viajar a otro país. Pero en el momento en el que murió mi madre, por dengue, creo, un virus, en aquel momento, sin dudas, sin peros, decidí que cumpliría ese sueño. Recorrería el mundo entero si hacía falta. Estudiar, aprender, curar y volver. Volver a mi hogar. Volver a ese lugar tan extraordinario, lleno de sorpresas y de gente amable. Volver a oler esos aromas a tierra mojada en la orilla del río y a burro en las casas. Volver para ayudar y curar. Curar a todas esas personas que como mi madre, maldecidas por la injusticia, acarrean con un bichito en su interior que mata. Curar a todos esos niños que al jugar, correr y soñar se raspan sus pieles negras.
Yo tenía catorce años cuando convertí mi sueño en una misión. Tenía catorce años cuando deje ese ambiente tan caluroso para viajar a otro país: España. Aquel día dejé atrás a mi familia, a mis amigos y conocidos. Aquel día dejé atrás la infancia. Aquel día empecé a convertirme en el hombre que soy.
El primer paso sería viajar a España. España. A tan solo unas horas para un turista.
Pasaron años para poder llegar, y otros tantos para ser legal. Pero lo conseguí. Suerte que salí a mi madre, testadura a no poder más.
Llegué a España todavía con la idea metida en la cabeza. Parecía tan fácil. Llegar, estudiar, aprobar, volver. No fue así. Ni lo fue ni lo es.
Por que como ya he dicho antes, estoy luchando por un simple trabajo de camarero y estoy perdiendo.
Y ser camarero no es lo mismo que ser médico.
A veces me quedo sumido en mis pensamientos. En mis sueños. Me dejo llevar, como un niño pequeño tras una piruleta de colores. Me dejo llevar. Me dejo engañar, y por un momento creo que es verdad, que mis sueños son reales. Que mis sueños se han cumplido. Me dejo llevar y cierro los ojos, saboreando ese exquisito sabor a victoria. Victoria inventada. Victoria por ser un medico de verdad. Una persona que puede salvar vidas.
Ya es hora de irse a casa.
Me acuesto en la cama tras un día agotador, un día igual al anterior. Otro día de fracaso, perdido, tirado a la basura.
Amanece. Un día nuevo. Un día más. Pero como tantos otros, pienso que hoy será el día. Tengo la sensación de que este día no va a ser como todos. La rutina va a cambiar, tengo ese presentimiento. Y en efecto, esta tarde, después de comer, recibo la llamada. El Hospital Clínico de Madrid necesita con urgencia cubrir un puesto de médico interino que ha quedado vacante.
No sé si gritar, llorar o saltar de felicidad. Por fin, mi sueño se va a cumplir. Por fin, el sueño de mi madre se va a cumplir. Por fin, nuestro sueño se va a cumplir.
Ya han pasado dos meses. Dos meses tras esa ansiada llamada. Dos meses compensando la larga espera. Dos meses llenos de trabajo, llenos de sueños cumplidos, llenos de medicina.
Ahora llevo bata blanca y un cartelito a mi izquierda en el que pone mi nombre. Ahora parezco verdaderamente un médico.
Todo ha estado tranquilo, ha marchado bien, ningún problema. Pero esas épocas de tranquilidad tienen que acabar en algún momento, y es que acaba de llegar una paciente nueva al hospital. Mi paciente. Su nombre es Susana.
La niña está enferma. Está enferma pero no se sabe de qué. Tiene fiebre, le duele el cuerpo... y yo voy a averiguar qué es lo que le pasa. Normalmente no es nada, tras unos análisis se puede comprobar que es por estrés, mala alimentación o cansancio.
En el caso de Susana, no es así.
Tras los análisis, he podido comprobar lo que le pasa: Susana tiene leucemia.
Esta es la parte más difícil, tener que comunicárselo a los pacientes. Tener que decir a una madre que su hija está enferma, que su hija tiene una enfermedad ya avanzada, difícil de curar. Que su hija, de 6 años, va a tener que luchar fuertemente por aferrarse a su joven vida.
Tiene leucemia mielógena crónica (LMC), un cáncer que comienza dentro de la médula ósea, el tejido blando en el interior de los huesos que ayuda a formar las células sanguíneas. Normalmente, si la enfermedad se coge a tiempo, se puede tratar. Pero Susana lleva ya tiempo con leucemia.
  Lágrimas. Ahora llega el turno de las lágrimas. Lágrimas de la madre, que acompasan con las de su hija. Yahí estoy yo, de pie frente a dos personas que no paran de llorar. Observo la cara de la madre, con el rímel de los ojos corrido, mirando a su hija con tristeza, sin ganas de nada. La niña llora de ver a su madre llorar. No sabe lo que está pasando, en sus ojos se puede apreciar un gran mar de dudas. No sabe por lo que va a tener que pasar, y tampoco sabe que en su frágil cuerpo, una enfermedad arrasa sin parar, como unos guerreros corriendo en el campo de batalla en pos de sus contrincantes. Tengo que parar todo esto. Me siento al lado de la niña, y ella me mira con cara interrogativa mientras se seca las lágrimas. Miro sus inocentes ojos, inspirándola tranquilidad. La cojo de la mano y le explico el por qué de la tristeza de su madre. Le digo que no se preocupe, que yo no me hice médico para intentar salvar la vida de mis pacientes. Me hice médico para salvarles la vida, tenga lo que tenga que hacer. Pase lo que tenga que pasar.
Susana ahora está más tranquila, y su madre también. Ahora soy yo el que tiene un nudo en la garganta. Salgo de la habitación con una sonrisa tranquilizadora, pero forzada. No puedo hablar, necesito sentarme. Pienso en ambas, madre e hija. Viuda y huérfana. Tengo que ayudarlas, hacer todo lo que tenga en mis manos, mi vida si hace falta. Porque elegir ser medico conlleva una gran responsabilidad, y es que ahora, en este preciso instante, la vida de una niña de 6 años está en mis manos. Me propongo ayudar a Susana y a su madre hasta que todo acabe, y que la niña salga del hospital sana y salva. Porque la pequeña va a salir andando de este hospital. Sí o sí.
Dos años. Dos años han tenido que pasar para poder ver cómo Susana sale de este hospital por sus medios. Sin ayudas. Sin esfuerzo alguno. Y dos besos son los que me ha dado la pequeña al despedirse, son los que han marcado nuestra despedida, han trazado una línea. La línea del antes y del después. Una línea, que probablemente yo no haya podido cruzar. Yo estoy en ‘el antes’ y no en ‘el después’. Veo cómo se alejan, madre e hija, cogidas de la mano. Probablemente ya no las vuelva a ver, y por eso una lágrima se asoma por mi ojo derecho. Una lágrima de felicidad. Felicidad por saber que se alejan del hospital, al cual espero que no regresen en mucho tiempo.
Susana no es negra, ni blanca, ni azul. Tan solo es una niña.
La ciencia no entiende de colores de piel, de injusticias, de penas, de lágrimas. La ciencia solo entiende de esperanza para un futuro mejor.
Abro los ojos. Me encuentro en la acera, en frente del restaurante que hace unas horas me ha denegado el puesto vacante de camarero. Me he quedado dormido, todo ha sido un sueño. Era demasiado perfecto para ser real.
 A mi alrededor Madrid despierta, ya es un nuevo día. Un día lleno de esperanza y posibilidades. Un día brillante.

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