A mi hermana.
Hay un lugar en La Tierra donde parece
que las leyes de la física no pueden demostrarse.
No puede situarse en la línea del Tiempo,
no es presente, ni pasado ni futuro.
No hay un arriba ni un abajo,
y mucho menos hay fuerza de gravedad.
Pero algo está ocurriendo,
se siente, luego existe.
Despliega sus vigorosas alas
bañadas en plumas,
de diferentes colores y tamaños,
un nuevo ave fénix.
Imponente, se eleva y alza el rostro,
produciendo tal efecto en las personas
que se ven obligadas a cerrar los ojos,
embriagadas por tanta belleza.
Un cálido amanecer recorre sus diferentes cuerpos,
desde las puntas de los pies hasta el cabello,
arrasando por todos los recovecos de su ser,
otorgándoles un brillo que exhala con fuerza al exterior.
Sus aplomos se convierten en raíces
y la tierra las acoge como a hijas.
Sus venas se llenan de salvia que su corazón
bombea hacia sus arterias.
El ave fénix se mueve, y con él el resto de personas.
Sus brazos se transforman en olas de un nuevo océano,
componiendo mareas que susurra la luna desde lo alto.
Esta, no se pierde el espectáculo.
La energía emana de la tierra y fluye
por cada célula, cada músculo y articulación.
Sus pieles acarician el aire con cada movimiento sin causar fricción,
acoplándose a la perfección,
y a cambio este llena sus pulmones.
Todas estas personas, rebosantes de luz, sudando salvia salada,
salpicando e impregnando el ambiente de un olor floral,
bailan al unísono.
Sin respetar las leyes de la física.
Bailan, se abrazan, comprenden,
lloran, ríen, se apoyan,
se quieren, se sienten y se miman.
Estallan en mil pedazos para bañar
este rincón de La Tierra de nueva vida, porque
el baile las ha atrapado, y en ellas algo
ha renacido.
El ave fénix emprende su vuelo,
no sin antes echar un último vistazo a la danza
que emerge bajo sus pies, mientras
surca el cielo envuelto en llamas.
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