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martes, 27 de noviembre de 2018

La caída de lo inevitable

Hay un cadáver colgando del techo de mi habitación. El tiempo ha barrido el color de su piel, y la soga sigue intacta. Es gorda, áspera, todavía húmeda de sangre. Por que la sangre, el tiempo no la ha secado. Nunca pudo evaporarse, pesa, acostumbrada a no serpentear.

Hay un cadáver en la esquina de mi habitación. También se escuchan voces. O solo las escucho yo. O solo las silencio yo. No me atrevo a darle la vuelta: se lo que me voy a encontrar. Parece que aún se mueve, pero el viento ya dejó hace tiempo esta cárcel. Escribiría morada.

Hay un cuerpo que no deja moverme. Tengo miedo, pánico, que al mover mi mano la suya se mueva al unísono. Intento engañarme. Tiro cosas, las rompo, no quiero escuchar.  Escribo tal vez y lo borro. No es tal vez. Nunca lo ha sido.

Lo del color, fue el tiempo. Pero los ojos, dos pozos negros que dejan escapar el eco de un aullido, no es cosa del desgaste. Las cuencas están picoteadas: rabiaron, sí, los cuervos al comerlos. Carne insípida. Y un aullido cada vez más fuerte.

Aleteos: me están esperando.

Chasquidos de pisadas por un manto de hiedra seca. Hojas incoloras tapan el suelo de un laberinto emocional. Ramas viscosas crecen sin cesar, sin rumbo fijo.

Basta. Al final, no quedará nada por romper, y tampoco que sangrar: no dejaré un camino de retorno.

Basta.

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