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jueves, 16 de octubre de 2014

Epitafio: murió triste.

 Ella no era triste. Ella era tristeza. Mientras fuera llovía, se sentía protegida, veía cobijo en cada gota, y abrazos en la espesa niebla. Nunca lloraba con luz, temía que su cuerpo se declarase en sequía en pleno día, a pesar de su corazón empapado, chorreando a borbotones. Sólo cuando se encontraba sola -siempre estuvo sola aún estando rodeada de gente- sin nadie que pudiese presenciar la escena, lloraba desconsoladamente, vaciando su interior para no ahogar sus pulmones en una oscura tempestad.
 Los que la conocían presenciaban cómo iba desgastándose poco a poco. Sabían que lloraba al ver sus arrugadas e hinchadas ojeras bajo dos grandes pozos negros, y dos sendas rojas cicatrizadas en sus blancas mejillas (siempre estaba fría). Nunca vivió realmente en el mismo mundo que los de su al rededor. No encajaba, no comprendía (o no quería hacerlo). La tomaban por loca.
  Pobre de ella, que su único amigo era un libro de hojas blancas, sus únicos guías libros escritos por personas ajenas, muertas todas, y su único punto de apoyo una pluma con la que escribía día y noche.
  Cuanto más seca estaba la pluma, más tormenta había en su interior.

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