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viernes, 15 de noviembre de 2013

Reventando en mis entrañas tu miseria.

  Golpe. Golpe. Patada. Golpe... Parece que para. No, otro golpe más... Ahora sí. Se aleja sin decir si quiera nada, ni siquiera el insulto que grita siempre al concluir el 'trabajo'. Parece incluso cansado de repetir lo mismo todas las semanas. Ya es rutinario. Pero no lo está, porque va a seguir haciéndolo, no puede evitarlo. 
  Ella, sin embargo, sí lo está. Está cansada de arrastrar los pies por el suelo de su casa. Cansada por encogerse de hombros, asustada, tras cada portazo. Cansada de llorar sin lágrimas, porque hace tiempo que se secó por dentro. También está harta, nunca pensó que fuera a durar tanto, a formar parte de su rutina. Harta y cansada de seguir levantándose después de que su marido la pegue una y otra vez. Porque aunque duela, aunque parezca que no le queden fuerzas, siempre se levanta. Se levanta y tapa las pruebas que confirman lo recientemente sucedido, las pruebas grabadas en su cuerpo. Por dentro y por fuera. Orgullosa por no haberle dado el gusto de oír sus gritos de dolor, aún aullando por dentro. Y es que si algún día grita, será por rabia y no otra cosa. Orgullosa por no haber apartado la mirada de sus ojos. Una mirada llena de desprecio. Porque nunca nadie la verá con mirada cargada de dolor o tristeza. Ni él, ni nadie. 
  La vida, su vida, le ha servido para escupir cada rasgo de inocencia que tenía en su interior. Para manchar su alma de odio. Un odio, que al fin y al cabo, hace de ella la mujer más fuerte del mundo. Porque su aparente frágil y delgado cuerpo en comparación con el de su marido, grande y musculoso, la hacen parecer más débil que una pluma. No lo es.
  Hoy no puede más. Hoy quiere gritar. Hoy quiere acabar con los portazos, con el olor a alcohol por toda la casa. Está sentada, apoyada en la pared con la mirada fija en la puerta que se acaba de cerrar causando un estruendoso ruido. Hoy tiene fuerza, más fuerza que nunca. Se levanta. Esta vez no tapa sus heridas. Quiere que él las vea. Abre la puerta con la misma facilidad con la que respira. Hoy no está perdida, tiene un rumbo fijo, y no precisamente para esconderse en algún rincón de la casa. Sus pasos suenan por toda la casa. No tiene miedo. Suenan por toda su ciudad, por todo el mundo. Retumban en las paredes. En cada cabeza de una persona como su marido. No tiene miedo. Coge el cuchillo que guardan siempre para cortar jamón. Hoy quiere usarlo para otra cosa. Camina, y llega a la habitación donde se encuentra su marido. Como siempre, la está exigiendo la cena. O que le quite los zapatos. Ella no lo sabe, no le escucha. Se sitúa frente a la silla donde está sentado su marido. Le mira a los ojos. Los suyos, con un color de superioridad. Los de su marido, cargados de confusión. Y miedo. Ella le mira, y por primera vez en mucho tiempo abre la boca para mostrar una de las más bonitas sonrisas que nadie puede llegar a ver. Enseña los dientes al hombre que tanto daño ha hecho, con una curvatura perfecta en los labios. Quiere que vea que ni siquiera él es capaz de robarle su sonrisa. Ya no. Le mira, y agarrando el cuchillo con fuerza se lo clava en el estomago. Una y otra vez. 'Nos veremos en el infierno, amigo, porque ninguno de los dos pisaremos el cielo' le susurra al oído. De sus ojos salen pequeñas lágrimas. Lágrimas de alegría. 
  A lo lejos, se puede oír el sonido de la sirena de un coche policía. Ella sigue sonriendo. Sabe que van a por ella, y no le importa. Sabe que la encerarán, y no le importa. No le importa, porque él ya no está.
  
"Y no me importa estar encerrada, 
si hubiera sido yo no valdría nada. 
Aún sigo viva, aguanté tus golpes 
reventando en mis entrañas tu miseria. "
  

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